Aquella mañana fuimos al mercado de San
Pedro, mercado central de la ciudad de Cusco, en busca de un
sacerdote andino o Pacco, hábil para oficiar la ceremonia de
pago a la tierra. Estuvimos un buen rato buscando por aquí y
allá a la persona ideal. Finalmente la ubicamos. Era un
hombre de marcadas facciones andinas, vestido a la usanza
andina. Vestía un poncho de colores y un gran y vistoso
chullo con borlas de color rojo indio, parecía un buen
hombre, pero sobre todo, era evidente que conocía el ritual.
Luego ubicamos un kiosco que vendía los “despachos” o
“pagos” para realizar el ritual. Mientras realizábamos las
compras me preguntaba: “¿Qué es el pago a la tierra?” “¿Por
qué pagar a la tierra?”
El hombre parecía ser sincero y lleno de buena voluntad. Nos
fuimos con él. Nos dirigimos a un paisaje andino en el
Parque Arqueológico de Saqsayhuamán, no muy lejano a la
ciudad, adecuado para la realización del ritual. Llegados al
lugar, elegimos el punto exacto, en las faldas de un cerro y
en medio de unos árboles. Nos pareció el sitio ideal, pues
nos ofrecía un ambiente adecuado para descansar, realizar el
ritual y conversar tranquilamente, lejos del ruido de la
ciudad.
Luego de conversar y tomar algunos acuerdos, el hombre
tendió una manta sobre la cual dispuso hábilmente los
elementos contenidos en el despacho, también extendió una
cantidad de hojas de coca, planta sagrada de los Incas.
Mientras el oficiante disponía los elementos del pago:
galletas, azúcar, caramelos, carritos, muñequitos, semillas
de coca, purpurina, huesos de auquénidos, maíz blanco,
galletas de champán, mixtura de colores y otros símbolos de
bienestar y riqueza, nosotros teníamos que armar el “quintu”;
es decir, juntar las hojas de coca en varios grupitos de
tres hojas sanas y buenas, de las mejores del grupo que se
extendieron sobre la manta. Mientras armábamos el quintu,
pensábamos en el bienestar de los amigos que estaban
participando en el ritual.
En la mente del oficiante, no cabía duda, el pago a la
tierra era algo que funcionaba sin discusión alguna, no
había duda en su ser. Afortunadamente éste hombre
proveniente de la comunidad de Keros, no tenía una mente
racional como la mía, no estaba haciéndose preguntas ni
averiguando inquisitivamente el “modus operandi” de este
proceso. Para él, los espíritus de la tierra, la tierra
misma requería un “pago”, una ofrenda, estaba viva y tenía
un gran espíritu.
Luego comprendí que una de las grandes bondades del ritual
fue que nos reconcilió con la tierra, nos hizo reconocer su
importancia realmente maternal como sustento de nuestras
vidas, comprendí que no puede existir cabalmente una
religiosidad con un gran Dios en el cielo, -a quien no
podemos ver-, sin que previamente no aceptemos
vivencialmente, la importancia de la tierra; de nuestro
suelo y sustento. Aquel día, la tierra para mí, pasó de una
manera existencial y vivencial a la condición real y sentida
de madre, se unió al gran Arquetipo que es la madre, santa y
sagrada, representada por las mujeres de la tierra, por la
bendita Virgen y por la Madre Tierra. Ese día no encontré
más dificultad en comprender que no hay contradicción ni
antagonismo entre las grandes religiones y la Religión
Andina, uno puede ser cristiano, judío o lo que quiera, y a
la misma vez participar de la religiosidad andina, tan rica
y magnífica.
Ese hombre no tenía una mente moldeada por las ideas judeo
cristianas, el contenido de su mente era pura ecología, pura
religiosidad andina, no cabía la posibilidad alguna de
preguntarle “¿Por qué? ¿Cómo?” No, para él, el pago a la
tierra era tan real, visible y tangible como el viento y el
sol que esa mañana nos calentó y alumbró. Para él, el pago a
la tierra era verdad, entonces, mientras duró el ritual para
mí también lo fue y lo sigue siendo. Ese ritual pasó a
conformar parte de mi mente.
Antes de marcharnos quemamos el despacho, pues, el protocolo
del ritual así lo exige. Nos alejamos del lugar dejando sólo
una estela de humo que ascendía desde el lugar del pago
hasta los cielos. Volteé varias veces para mirar una vez más
el humo, y lo vi elevándose hacia los cielos, se llevaba
nuestras ilusiones, nuestros buenos deseos, las ideas que
circularon en nuestras mentes, mientras duró el ritual.
Así como el pago a la tierra había sido una ofrenda a la
tierra misma, el humo daba la sensación de que se elevaba
hasta Dios, llevándole el mensaje de nuestras intenciones,
entonces, en tal momento comprendí que no hay contradicción
alguna entre creer en Dios y rendir culto a la Madre Tierra.
Regresamos a la ciudad con un sentimiento de renovación y
reconciliación, con la vida, con la tierra, con Dios y con
nosotros mismos, realmente, el ritual del pago a la tierra,
si bien es cierto que pertenece, como los entendidos dicen,
a un enfoque “animista” de la religión, a la fase de las
religiones lunares; si bien puede ser un ritual antiguo y
primario, en verdad es bueno, es fundamental para construir
una religiosidad sana y renovada, para ser un hombre cabal y
completo que comprende lo primario para poder acercarse a lo
divino.
Ya alejados del lugar del pago, mientras bajábamos de vuelta
a la ciudad, andando por el camino Inca llamado “Kapac Ñan”,
me puse a tararear una canción y luego otra, y luego varias
más, me sentí profunda e intensamente feliz, algo cambió en
mí aquel día.
FIN.
David Concha Romaña
2007
Fotografía: perumisticotravel.com