La tarde del jueves recibí la visita de
Aurelio, varios días atrás había insistido en hablar conmigo.
Al recibirlo lo noté ansioso, preocupado, desaliñado y hasta
se podría decir que estaba desesperado.
Durante la conversación me confesó que la ciudad de Cusco le
encantaba, pero que le parecía demasiado loco el ritmo de
vida, sobre todo, la vida nocturna, me contó que durante los
tres meses que llevaba viviendo en la ciudad, no sólo no
había logrado el objetivo que vino a buscar, “encontrarse a
sí mismo”, sino que se había enredado en romances con
mujerzuelas, que debido a la soledad en que vivía, estaba
dedicado al alcohol y las drogas, que iba de brujo en brujo
sin resultados, que se estaba gastando a una velocidad
impresionante los cinco mil euros que trajo de España para
solventar su estadía, y que estaba harto de contender
telefónicamente con su madre. En otras palabras me dijo que
se estaba volviendo un loco sin remedio. “He decidido que me
voy a vivir al cerro. ¡Sí, al cerro he dicho! Me iré a vivir
completamente solo en las alturas del cerro Senka. Allí
viviré en comunión auténtica con las fuerzas del Apu.” Me
dijo el muy loco, suplicándome que le ayude a organizar su
retiro de la sociedad.
Entre risas y sorpresa le pregunté cómo pensaba vivir, qué
pensaba comer, dónde pensaba dormir y todo eso. Me parecía
una desquiciada idea. Aunque no podía oponerme, era mi deber
orientarlo, total, los últimos tres meses había vivido de
inquilino mío y se había ganado mi amistad. Aurelio era un
cuarentón neurótico, de buena pinta, desorganizado,
completamente inestable, bonachón, bien intencionado, culto,
pero la verdad era que el tipo era un gil, el pobre era muy
inocente, crédulo y apasionado. Pese a todo ello, era una
gran persona, de un gran corazón, franco y gastador,
correcto en la medida de lo posible. No merecía estar
enloqueciendo en la ciudad, debido a la loca vida que llevan
los turistas y a los engatusamientos de los malos amigos y
las pendejas de las bricheras. Pero, por supuesto no era
conveniente que piense que la mejor solución era quitarse a
vivir en el cerro Senka.
Le advertí, traté de hacerle entrar en razón, le expliqué
que en las alturas del cerro no hay nada más que naturaleza,
frío, animales y aves peligrosas. No logré persuadirlo de
volver a España ni de quedarse en Cusco. Así que sin más
opción, tuve que ayudarle a organizar sus cosas, le presté
una carpa y le ayudé en todo cuanto pude, sin lograr moverlo
de su terca actitud.
Al día siguiente, fuimos en un taxi hasta la pista más
cercana y luego subí con él hasta una considerable altura
del cerro. No podía enviarlo solo, tenía la esperanza que
luego de un par de noches en el cerro, se le pasaría la
locura y volvería a la ciudad.
Cuando llegamos a un punto que a él le pareció el “lugar
ideal” para iniciar su estadía en el cerro, me pidió que me
vaya. Muy a mi pesar y demasiado preocupado tuve que dejarlo.
Le pedí que prenda su celular entre las siete a ocho de la
noche, todos los días, hasta que se le acabe la batería. Me
dijo que sólo bajaría a la ciudad una vez al mes para
aprovisionarse de insumos básicos.
Antes de partir me expresó que no quería visitas de nadie,
ni mías. Aun así me dijo que si a alguien se le ocurría la
peregrina idea de ir a visitarlo en su aislamiento, que por
lo menos le lleve provisiones, así le ahorrarían el
indeseable trabajo de bajar a la ciudad. De nada valieron
mis ruegos y súplicas, Aurelio se quedó. Al marcharme me
dijo:
-Gracias viejo, eres un gran tío. Estaré bien.
-¡Me pones en grandes problemas! -le advertí molesto-, te
llamaré a diario. Si decides volver, sólo llámame al celular,
inmediatamente te recogeré.
Al iniciar la caminata de regreso, me detuve a unos treinta
metros y le grité en un último intento por hacerlo desistir
de su loca intención.
-¡Por favor Aurelio regresemos!
-¡Fuera cabrón! -Fue la displicente respuesta que recibí del
muchachón.
Mientras bajaba me preguntaba: “¡Qué carajo habrá fumado
este español!” Al llegar a la ciudad lo primero que hice fue
reportar el acontecimiento a la Comisaría, le referí al
oficial los pormenores del problema, ante lo cual él me dijo
que no había prohibiciones para acampar en el cerro y que no
me preocupe, que con toda seguridad, luego de unos dos o
tres días, Aurelio volvería a la ciudad, ahuyentado por el
ambiente agreste.
Durante los tres días siguientes lo llamé al celular y hablé
con él. Me dijo que se sentía solo pero muy bien, que recién
estaba logrando meditar y sentirse tranquilo. Luego de unos
días, esperaba que se apareciera en cualquier momento, pero
no apareció y para colmo de males no contestaba más a su
celular.
Muy preocupado y sintiéndome tremendamente culpable organicé
una expedición de rescate. El domingo más próximo partí con
Cristian y con mi gran amigo Carlos Elguera en búsqueda del
problemático español.
Luego de una agotadora caminata llegamos al lugar donde lo
había dejado, pero no encontramos nada más que vestigios de
su presencia, entre tales vestigios estaba su teléfono
celular, tirado en el suelo.
Me preocupé mucho, así que extendimos la búsqueda a todo el
cerro y sus alrededores. Caminamos toda la mañana, hasta
llegar a la cumbre. Desde la altura pudimos divisar un
fértil valle andino. Poco a poco fuimos bajando, sintiendo
los renovadores aromas a plantas y encontrando a nuestro
paso a amigos campesinos andinos que nos saludaban
entusiasmados. No tuvimos dificultad en solucionar nuestro
problema, pues los campesinos nos dijeron que Aurelio se
encontraba desde hacía una semana, viviendo en la comunidad
campesina ubicada en el valle.
Luego de una hora y media de caminata llegamos a la
comunidad campesina y preguntamos por Aurelio. Los
campesinos nos recibieron con mucha amabilidad y nos
indicaron que estaba en la comunidad. Al llegar al lugar
quedamos gratamente sorprendidos al verlo. Ya no tenía la
cara de loco ni la expresión de drogadicto desesperado, no
se veía en su rostro la ansiedad e intranquilidad que tenía
mientras estuvo en la ciudad. Se veía sonriente, equilibrado,
tranquilo, apacible, entusiasta, dinámico, en otras palabras,
feliz.
Hablamos con él, esperando que finalmente vuelva con
nosotros, pero se negó. Nos dijo que finalmente se sentía
bien, nos confesó que sentía que se había encontrado a sí
mismo, que se dedicaría a ser profesor de los niños de la
comunidad, y a cambio los comuneros le asignarían una
parcela para que haga su vida.
Incrédulo hablé con el Presidente de la comunidad campesina,
quien me confirmó que la comunidad había decidido que
Aurelio sería parte de su Ayllu, de su comunidad, que les
parecía sumamente adecuado el intercambio de sus servicios
de profesor por su integración a la comunidad, tendría las
mismas obligaciones que todos. A Aurelio le agradaba la
religiosidad andina y se mostraba completamente dispuesto a
ser profesor y comunero, quería sembrar la chacra, realizar
las faenas comunales, criar ganado y también quería formar
una familia con una sana mujer campesina.
No hubo más argumento, tratar de rescatarlo para la ciudad
ya no tenía sentido. Aquel día antes de volver, los
comuneros (incluido Aurelio), nos invitaron un fortificante
refrigerio. Al despedirme le prometí que comunicaría a su
familia de su decisión y que le ayudaría con todos los
papeles de residencia. “Vengan siempre a visitarme muchachos,
son unos grandes tíos. -Nos dijo afectuosamente antes de
marcharnos. -Esta vida es la que quiero, soy feliz con esta
gente, quiero ser parte de este lugar. El Ayllu es un
magnífico lugar para vivir.”
Luego del refrigerio y de escuchar a Aurelio, agradecimos al
Presidente de la comunidad por recibirlo, nos dimos un
abrazo y regresamos a la ciudad. En el camino detuve por
unos momentos a los muchachos y les pregunté:
-Queridos Cristian y Carlos. ¿Vale la pena seguir luchando
como leones en medio de la jungla urbana? ¿No sería mejor
dejarlo todo y vivir felices en un Ayllu?
-Sí, claro que sería mejor vivir en un Ayllu, seríamos gente
sana y feliz.-Respondió Cristian.
Carlos asintió con un movimiento de cabeza y luego me
preguntó con expresión de escepticismo y resignación.
-¿Crees estimado Angelo que duraríamos una semana en un
Ayllu? ¿Crees que podríamos pasar la noche mirando la Luna y
las estrellas? ¿Podríamos dormir al atardecer y levantarnos
con las primeras luces? Si nos quedamos en el Ayllu,
tendríamos que sembrar, cosechar y todo eso. En el Ayllu no
hay casinos ni clubes nocturnos. ¿Y el vino…? ¡Eh!
Lo escuché callado sabiendo que tenía razón, y sin decir
nada aceleré el paso para regresar a la ciudad antes del
anochecer.
FIN.
Escrito en Cusco. 2006. - Autor: David Concha Romaña
José Luís Morales Sierra. "Maukallacta"