Terminó el semestre en la universidad,
así que decidí viajar a la capital a pasar unos días de
vacaciones y hacer unas gestiones para mi padre. Organicé
algunas cosas y una de esas mañanas, tomé un avión y en poco
tiempo estuve en la capital.
Mis amigos me recibieron con acaloradas expresiones de
júbilo, pues sabían que pasaríamos grandes momentos. En su
recepción y su actitud aún permanecía la expresión fresca y
juvenil que tuvimos los últimos años del colegio.
Como siempre, organizamos grandes comilonas, fiestas,
buscamos chicas para pasarla bien, y en general, se podría
decir que nos portamos muy desenfadadamente. Realicé las
gestiones que mi padre me encargó en un día y luego me quedé
diez más con el único propósito de pasarla bien con mis
amigos y amigas, pues ellos estaban de vacaciones al igual
que yo. Pasamos grandes días de fiesta juvenil. Parece que
teníamos más energía de la que necesitábamos para vivir, día
tras días nos levantábamos temprano para salir a correr por
el parque, para enfrentarnos en interminables campeonatos de
frontón, almorzábamos como leones, por la tarde jugábamos
ajedrez y salíamos a correr como locos en el auto, sin
preocuparnos por no tener el brevete al día, o por la
posibilidad de chocarnos de tanto correr; gastábamos el
dinero sin reparos, nos reíamos hasta quedarnos sin oxígeno.
Por las noches, invariablemente se armaba una gran fiesta en
el departamento, a parte de los amigos, venían chicas locas
y bailábamos, chupábamos y nos divertíamos como locos hasta
altas horas. Dejábamos el departamento hecho un desastre y
al día siguiente, envés de arrepentirnos o criticar los
excesos cometidos, nos reíamos a mandíbula batiente. ¡Qué
buena vida! Si nos faltaba el dinero, llamábamos a mamá y
con un cuento relacionado a los estudios, obteníamos en el
lapso de horas, una agradable suma de dinero para seguir
pasándola bien. Ahora sé que mi madre sabía que yo le pedía
dinero para pasarla bien, pero me lo mandaba porque según
ella yo era “un buen muchacho, un buen estudiante y estaba
de vacaciones” Sí pues, talvez hubiera sido mejor decirle
directamente que necesitaba dinero para pasar bien mis
vacaciones.
Esos días no pensamos en el futuro, estábamos poseídos por
nuestra juventud, el futuro no importaba un bledo y sin
embargo, estábamos bien encaminados. -La maldita costumbre
de pensar en el futuro, se instala cuando la adultez se
comienza a apoderar de uno-. En ese entonces, creíamos que
el futuro nos daría grandes y agradables realizaciones. La
verdad es que sí nos las ha dado, pero también nos ha dado
grandes e inesperados golpes. Nada ha resultado tal como fue
planificado, algunas cosas fueron mejor de lo pensado y
otras fueron un verdadero desastre.
***
El último día, antes de irme, durante la
mañana nos invadió una tristeza verdadera, pues nosotros nos
queríamos como hermanos, habíamos estudiado juntos en el
jardín de niños y en el colegio. Nos poseyó un verdadero
sentimiento de tristeza, no queríamos despedirnos; pero yo
tenía que volver al día siguiente, así que nos fuimos a
caminar por la ciudad, antes de almorzar.
No sé si tanta alegría de los días anteriores se debió sólo
a un sentimiento de júbilo, o si también contenía un deseo
de enmascarar un sentimiento más profundo de temor hacia la
vida, pues habiendo salido del colegio, nos sentimos
desprotegidos, retados por el futuro. Habíamos pasado los
años de nuestra infancia protegidos por el sistema familiar
y escolar. Salir a una nueva realidad era una situación
realmente difícil y profundamente nostálgica.
Esa tarde recordé que la nostalgia que sentíamos, se
parecían muchísimo a la que sentimos cuando tuvimos que
iniciar los estudios en el jardín y en el primer grado de
primaria. Entonces creí que la mañana en que mi padre me
dejó en el jardín de infancia, nunca volvería. Al salir del
colegio pensé que no volvería a ver a mis amigos. Sólo eran
temores.
En verdad y gracias a Dios, todo andaba bien,
afortunadamente todos estábamos en la universidad, un buen
camino sin duda alguna, pero las cosas no podían ser
totalmente felices y alegres. Fue tan difícil para nosotros
expresar estos sentimientos, simplemente no pudimos, ni
siquiera nos fue posible reconocerlos ante nosotros mismos.
No obstante, aquella tarde, mientras dábamos las últimas
vueltas por un centro comercial, la verdad se impuso, y sin
decirnos palabra, sentimos los mismos sentimientos. Fue duro
dejar el colegio, salir del sistema en el que habíamos
vivido tantos años, era duro enfrentarse a la vida, no estar
ya con todos los amigos, sino con unos cuantos nomás. Pero
estaba bien, la universidad es un buen camino, un camino
seguro.
Nuestros pensamientos se interrumpieron en la puerta de un
centro comercial. Me sorprendí al observar que había una
gran instalación donde una banda de músicos vestidos con
ternos a rayas blancas, rojas y negras y sombrero antiguo,
tocaban armoniosamente sus instrumentos de viento y
percusión, produciendo una música completamente ciudadana,
urbana, el Jazz melódico.
Inmediatamente salí de mis pensamientos y me dejé llevar por
la melodía armoniosa y urbana del Jazz, que hacía perfecta
armonía con los edificios y la apariencia de los negocios.
Observé que los músicos tocaban animadamente, disfrutando lo
que hacían. Nos quedamos durante los cuarentaicinco minutos
que duró la presentación, animados y embelesados por la
música. Luego, mientras almorzábamos el delicioso ceviche
peruano, y aún sonaba el grandioso Jazz en mi mente, pensé:
“Para qué preocuparme, todo lo que tengo que hacer es seguir
estudiando y trabajando”.
La tarde pasó inexorable y luego de cenar nos fuimos al
departamento. Organicé mis cosas y luego de estar
nostálgicos por un par de horas, nos juntamos nuevamente en
el living y nos pusimos a jugar cartas. Ya cerca de la hora
de irnos a dormir nos invadió un sentimiento de
independencia, de alegría. Finalmente llegamos a comprender
y sentir que pese a la nostalgia inicial de haber salido del
colegio, era mejor y necesario estar encaminados hacia
nuestra vida de jóvenes y adultos.
Al día siguiente, muy temprano, me despedí de los muchachos,
nos dimos un fuerte abrazo, deseándonos sin decirlo, éxitos
en nuestras vidas, para ser ciudadanos de bien.
Sin alargar mucho la despedida tomé mis cosas y me fui a
tomar un taxi que me llevó al aeropuerto, para volver a
casa, a la universidad y al camino que había iniciado. En el
trayecto iba divagando, con las imágenes de la banda de
músicos en mi mente. Fueron grandes días, el recuerdo del
jazz y la ciudad me dio la seguridad de que todo iría bien.
El futuro sería promisorio para nosotros. Aquel día lo supe.
FIN.
David Concha Romaña
2001
“Paisaje". Ana Perpinyá. España.