Un buen día me mudé a vivir en un barrio
alejado del centro. El barrio era tranquilo, apacible,
ecológico y barato, lleno de gente de todo tipo, sobre todo
de provincianos. Estos vecinos resultaron siendo personas
simples y sin complicaciones, más felices de lo que uno
podría imaginar. El único neurótico del barrio era yo.
Poco a poco fui introduciéndome en la cultura y costumbres
de mis nuevos vecinos, el hecho de ir a la tienda a comprar
el pan y los alimentos, fue el primer paso para integrarme.
Pocas semanas después de mi llegada, vinieron a visitarme
algunas señoras para invitarme a las parrilladas de los
fines de semana. Acepté. ¡Claro que acepté queridos lectores!
Cómo me hubiera negado a tan gentil invitación. Además, en
estos barrios es una obligación participar en las
actividades.
Los domingos eran días felices, no como en la ciudad, donde
los domingos son días tediosos y deprimentes, pues la
soledad existencial no deja vivir. En el barrio había mucha
vida. La actividad del barrio comenzaba más o menos a las
seis de la mañana, cuando los borrachos regresaban a casa,
vociferando palabrotas, cantando o simplemente despotricando
contra sus problemas. Esta situación me divertía mucho. Más
tarde, como a las nueve de la mañana, la mayor parte de los
vecinos participaban de reuniones religiosas que organizaban
una serie de predicadores desconocidos. -Perdónenme, no
quiero criticar estas situaciones, pero la verdad es que
llegaban al barrio todo tipo de vivos que llenaban la cabeza
de los vecinos de ilusiones y culpas, les vendían amuletos,
les engañaban, les sacaban dinero y hasta se aprovechaban de
las chicas-.
Me molestó muchísimo que estos falsos profetas se aprovechen
de tal manera maliciosa e interesada de la buena fe de la
gente. No sé por qué motivo sentí que debía hacer algo por
esas personas. Pero. ¿Qué podría hacer yo, un sujeto que
abandonó la iglesia hace más de dos décadas y que desde
entonces no volvió a una reunión? Si sólo era un alejado
miembro de una iglesia protestante. ¿Con qué autoridad moral
podría desenmascarar a los falsos profetas? Talvez no eran
falsos y yo estaba equivocado.
Por favor, ocurrírseme una cuestión así a esas alturas de mi
vida y en las difíciles circunstancias en que me encontraba.
Estaba viviendo solo, en una situación laboral bastante
cuestionable, -para no tener que decir que estaba
desempleado-, mis empresas estaban técnicamente quebradas.
¿Mi mujer? Se fue por el aburrimiento de vivir con un loco
alucinado como yo. ¿Mis amigos? Ahí estaban los pocos gallos
que me quedaban, pero; ustedes saben que los amigos sirven
para conversar, divertirse y esas cosas, los amigos no te
arreglan la vida. Con mi situación en tales circunstancias,
lo menos que podía hacer es pensar en corregirle la vida a
la gente. Pasaron varias semanas y yo seguía viendo
impasible la manera en que los predicadores comerciantes
hacían su negocio con los inocentes vecinos, todos los
domingos.
Una noche en que hubo una fogata, me reuní con los vecinos.
Hablamos animadamente durante horas sobre muchos temas,
entre ellos, les hablé del Cristianismo, les pregunté cual
era su objetivo religioso, por qué asistían a las arengas de
los predicadores. Todos me contestaron que se consideraban
gente luchadora y llena de esperanzas en mejorar, tenían
grandes deseos de lograr algo mejor para ellos y sus hijos.
Necesitaban una religión a la altura de su vida, de sus
problemas, una religiosidad que refleje su quehacer
cotidiano. No les interesaba el Vaticano ni los curas, ni
los protestantes gringos, ni los predicadores extranjeros;
querían una religiosidad a la peruana. Uno de los vecinos lo
resumió con gran elocuencia: “Doctorcito, la verdad es que
necesitamos un Cristo que sea como nosotros, que entienda
nuestros problemas. ¡Queremos un Cristo Latino!” Sí. ¡Sí
amigos! Un Cristo Latino era lo que ellos necesitaban y
también yo lo necesitaba. ¡Queríamos tener un Dios que nos
comprenda!
Esa noche, luego de conversar con los padres del barrio, me
largué a bailar al centro, la verdad es que estaba amargo,
necesitaba salir y desahogarme. Estuve divirtiéndome durante
horas, hasta que llegó el amanecer y tuve que volver a casa,
otra vez a casa, otra vez a mis problemas, a mi vida.
Llegando, despotriqué un par de frases contra el gobierno,
otras tantas contra el loco Bush, y otras tantas contra el
sistema. ¿Quién me haría caso? Nadie lectores, nadie, sólo
me sirvieron para desahogarme. Si Cristo Latino existiera,
talvez se acordaría de nosotros.
Dormí agotado y borracho, hasta las once de la mañana, hora
en la que me levanté para tomar un baño y salir a almorzar.
Durante el almuerzo estuve pensando en la situación del
barrio, en la necesidad de un Dios cercano a la realidad del
pueblo, de un Dios sencillo, comprensivo, amigo del hombre
tal como es: pecador, errático y apasionado. El barrio
quería un Dios amigo, un amigo del pueblo.
***
Decidí que era momento de hacer algo
bueno por el barrio. Tomé una gran plancha de triplay y la
llevé al pintor de autos de la esquina y le dije:
-Negrito. Píntate un cartelito para el barrio. Para la
reunión del domingo.
-Claro Jefe, claro, qué quiere que pinte.
-Unas letras muchacho, el cartel tiene que decir: “Cristo
Latino”; y si quieres puedes dibujar a Cristo, como tú lo
entiendas, y si le dibujas con traje de peruano, mejor,
mucho mejor.
-Lo haré Doc. Venga mañana a las cinco. ¡Ah! tiene que darme
unas diez luquitas para el barniz.
-Claro negrito, toma…
Dos días después, por la tarde, acomodé el garaje con tantas
silletas como pude, improvisé un atrio para hablar, coloqué
mi equipo de sonido y finalmente, coloqué en la puerta el
cartel de triplay que decía: “Cristo Latino”. Mi amigo, el
negrito pintor había pintado un rostro de Cristo, pero no
era un Cristo extranjero, tenía rasgos andinos, era peruano,
era el Cristo Latino que nos hacía falta.
Llegó el domingo. Mientras desayunaba pensaba una y otra vez:
“¿Para qué demonios me meto en estos problemas?” Pero ya
tenía el garaje listo, el cartelón, los parlantes y hasta la
música. No podía echarme para atrás. Revisé una vez más mis
motivaciones, lo que realmente quería era darles a los
vecinos la oportunidad de practicar un cristianismo sano,
propio de ellos, quería que construyeran su propia imagen de
Cristo.
Pero; ¿Acaso yo podría decir que era un buen cristiano? ¿Con
qué autoridad moral les hablaría de Dios y del Cristianismo,
si ya llevaba como veinte años alejado de la vida religiosa?
No importaba, era necesario. Así que terminé rápidamente el
desayuno y coloqué música cristiana de Roberto Carlos.
Cerca de las nueve de la mañana entraron unos jóvenes, luego
unas señoras con niños, luego sus esposos, hasta que
rápidamente el ambiente se llenó. En cierto momento, cuando
ya no podíamos esperar más, apagué la música y comencé la
reunión, el encuentro, pues no podía decir que eso era una
misa, o un culto, no lo era, tampoco yo era un religioso,
sólo era un vecino comedido y preocupado por la situación de
la gente del barrio.
Saludé a todos y les dije: “Amigos esto no es una misa, es
una reunión, estamos aquí para cantar, para leer la Biblia
si así lo desean, para compartir nuestras experiencias, para
ayudarnos. Estamos aquí para pedirle a Dios que nos ayude,
que sea como nosotros, que nos comprenda y que nos acompañe
en medio de nuestros problemas”.
Finalmente, la reunión se desarrolló permitiendo a todos
participar, alguno por allí se paró y pidió cantar, y
cantamos a viva voz, dos, tres canciones cristianas. Luego
alguien habló de sus problemas y luego otro más. Antes de
dar por finalizada la reunión les dije: “Amigos y hermanos,
no sé que es esto, no sé si es una misa o qué, pero siento
un gran amor presente aquí entre nosotros, siento que es
algo bueno. Antes de marcharnos, leeremos algo de la Biblia,
estoy seguro de que hallaremos algo que nos confirme que
Dios nos quiere, que es como nosotros, que es como ustedes
lo esperan, un Cristo Latino”.
Nervioso por lo que leería, tomé la Biblia y la abrí al azar
en el libro de Juan y leí lo siguiente: "Si nos amamos unos
a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado a
nosotros en su plenitud”.
Al finalizar, muchos de los vecinos se acercaron para
preguntarme muchas cosas, algunos me estaban llamando
“Pastor”, “Hermano”, etc. Tanto que algunos pensaron que
estaba inaugurando una nueva iglesia.
Me quedé un momento conversando con unos padres de familia y
les dije: “No puedo dirigir a este grupo, no tengo nada
preparado, me iré en unas semanas, la iglesia es de ustedes,
llévenla con unión, les dejaré todo, les pertenece”.
Tomé la Biblia y se las di. Ingresé a mi domicilio y tuve la
convicción de que esa reunión había sido algo bueno, pero yo
no podía hacerme cargo, ellos tendrían que llevar la iglesia.
En su unión, en su fe primaria sin elaboraciones, en su
buena voluntad y en su inocencia, estaba su fuerza. Luego de
esa reunión, me sentí más cerca de Dios, comprendí que él
está tan cercano a nosotros como el aire puro que abunda en
ese barrio.
FIN.
David Concha Romaña
2007
“Floral". Carolina De Rossi. Perú.