Entré a una de las oficinas del Estado
Peruano, completamente abochornado y molesto por los
infinitos requerimientos burocráticos. Lo que vi fue aún
peor, había una cola alucinante de ciudadanos que pretendían
brindarle servicios al estado, todos estábamos portando
fotocopias y papeles originales del más variado orden,
esperando engatusar de alguna manera a la funcionaria Jefa
de la oficina o a alguna de sus asistentas, para ser
atendidos con prontitud.
Para qué decir, las chicas conocían los procedimientos
institucionales con tal detalle y minuciosidad, que no había
engatusamiento posible, así que, tenía que proceder con
claridad, transparencia y obedecer los reglamentos. No hubo
forma de evitar pagar las inexplicables y altas tasas al
Banco de Nación.
En un rincón, una chiquilla luchaba contra el fax,
golpeándolo, sacudiéndolo, como si la máquina tuviera la
culpa de sus problemas; en otro lado, una desesperada mujer
le exigía resultados más rápidos a la computadora. Del otro
lado de la barra de atención, nosotros, los proveedores del
Estado Peruano, vociferábamos desde la insufrible cola:
-¡Doctora por favor ya lleva una semana mi trámite!
-Señorita. ¿Podría darme el número de cuenta?
-Señorita, podría decirme si estará por la tarde.
-¡Doctora es el colmo! ¡Cómo pueden denegarme la buena pro
si he cumplido con todo!
Así, unos reclamaban con razón y otros sin ella, y yo allí,
observaba y esperaba pacientemente la llegada de mi turno,
resignado a mi suerte, pensando en el Caribe, diciéndome a
mí mismo: “¡Qué haces aquí muchacho! ¿Por qué no te
dedicaste a ser mafioso? ¡Así tendrías plata sin tener que
pasar por estas miserias!”
Finalmente, luego de esperar largos minutos, llegó el turno
de mi atención y entonces entré, la Jefa de la institución
me invitó a sentarme. Su rostro aún conservaba algo de quien
en algún momento del pasado habría sido una bella mujer, sus
ojos conservaban algo de su brillo y sensualidad, su cuerpo
estaba algo encorvado por la posición antinatural y
antisaludable que tenía que mantener encerrada en la oficina,
sentada frente al monitor de la computadora, atenta al
teléfono, pendiente de los mails, el celular, el fax,
aguantando las malcriadeces y enojos de los desesperados y
confundidos proveedores del estado. Su cabello, que en algún
momento habría sido una bella cabellera de fuego, parte de
un concierto de sensualidad, ahora era sólo un puñado de
alambres punzantes, electrizados por las maléficas
emanaciones de la maquinaria que inundaba la institución.
Aún en medio de su trabajo, esa mujer guardaba
potencialmente la capacidad de volver a ser una mujer
sensual.
Yo la observaba, mientras ella me explicaba con voz
endurecida, pero inevitablemente suave y sensual, los
indeseables requisitos:
“Tiene que traer la licencia municipal, la copia simple de
su vigencia de poderes, el número de RUC, la copia de la
planilla, la autorización del Ministerio de Trabajo, la
copia del testimonio de su empresa, tal papel y tal otro y
tal otro…” Así hasta la locura.
No presté atención a sus palabras artificiales, me limité a
anotar en un papel los interminables requisitos. Por el
contrario, me dediqué a observarla e imaginarme aventuras de
amor con ella. La imaginé corriendo desnuda en alguna de las
paradisíacas playas del Caribe, retomando poco a poco su
exuberante sensualidad. Era un destino lógico, ecológico y
natural. Pero, no amigos, la vida no es así, ella ya no era
una mujer sensual, ya había sido absorbida por el monstruo
que es el estado, le había entregado todo al sistema, y éste
cual vampiro, le consumía, trámite tras trámite, oficio tras
oficio, fax tras fax, día tras día, lo poco de sensualidad
que le quedaba. La estaba convirtiendo en una suerte de
mujer robótica de la burocracia.
Todas mis fantasías se terminaron cuando me lanzó una mirada
directa y cortante, llena de liderazgo y verticalidad, y me
dijo señalando la puerta con el brazo derecho levantado y el
dedo índice apuntando hacia la puerta de salida: “¡Ya! Ya
conoce los requisitos, buenos días… ¡Pase el siguiente!”
En ese momento comprendí que ya no quedaba casi nada de ella,
ahora ya no tenía remedio, se había convertido en una
servidora de alto nivel, artificial y deshumanizada, era una
mujer robotizada de propiedad del Estado Peruano, y yo era
un simple y desesperado proveedor.
Mis fantasías en las playas del Caribe se fueron al tacho.
Salí de la institución y al ver la luz del sol y no la de
neón de las lúgubres instalaciones burocráticas, comprendí
que ella ya no era una mujer, era un cuerpo sin alma, una
mujer humanoide a quien el estado la estaba devorando.
¡Qué quieren que haga yo! Nada amigos lectores, nada… ¿O
talvez convendría rescatarla y llevarla a una playa del
Caribe para verla correr por las suaves playas?
FIN.
David Concha Romaña
2007
Jorge Ballester Bonilla. España.