Uno de tantos domingos, caminando por la
ciudad, mientras esperaba la llegada de la hora del almuerzo,
compré un helado y me puse a disfrutarlo, pasé por la puerta
de un viejo cine, en el muro había un letrero que decía:
“IGLESIA CRISTIANA NO SUFRAS MÁS.” Estuve a punto de
estallar en risas, pues el nombre de la iglesia me pareció
patético; entonces me abordó un solícito prosélito y me
habló con entusiasmo, invitándome a entrar a su iglesia y
escuchar el sermón del domingo. Fui amable con el hombre,
pues su intención era sincera y buena, pero eso no quería
decir que tenía la razón, o que yo estaba obligado a
participar del sermón, así que, pensando en mi helado y en
no quitarle su tiempo valioso, le dije socarrona y
maliciosamente:
-Amigo mío, el próximo domingo estaré por aquí, ahora tengo
otros negocios que atender.
-Pero amigo, nuestra religión no es un negocio.
-¿No lo es?... -Le contesté.
El tipo se quedo desencajado, pues creía contar con un
feligrés más. Seguí caminando hasta que llegué a mi casa, al
entrar me puse a mirar la televisión, mientras seguía
esperando la llegada del dichoso almuerzo dominical. Me
acomodé en el sillón, prendí el televisor y entonces me
quedé pegado a uno de esos documentales de la vida en la
jungla. Era un documental de los años 60, en el cual se
mostraba las costumbres de vida de alguna de esas tribus de
Guinea, o alguna de esas islas ignotas donde vivían puros
aborígenes.
Era un documental directo y sin trucos, mostraba a los
naturales, tal y cual el equipo de filmación, formado por
antropólogos norteamericanos, los había captado. Estaba en
blanco y negro y mostraba los defectos sonoros y visuales
propios de un video viejo, pero era muy interesante.
Mostraba la vida de los naturales en sus actividades
cotidianas: cocinando, comiendo, luchando, haciendo rituales
y bailando.
En cierto momento del filme, los naturales se dirigieron a
cierto lugar de su jungla, y al llegar, quitaron
afanosamente unos juncos que cubrían un gran bulto. Al
terminar de quitar los juncos, se pudo apreciar que se
trataba de un gran Tótem de madera, tenía tallado un rostro
y un montón de símbolos en su cuerpo. Observé al Tótem,
artísticamente no era gran cosa, pero su mirada era
autoritaria e infundía temor y misterio. Los naturales
hicieron reverencias al pie del Tótem y luego ingirieron una
bebida que una mujer nativa les repartió en algo así como
cascarones de coco. Luego se pusieron a bailar alrededor del
Tótem. Bailaron y bailaron incansablemente, mientras sus
rostros se alteraban, se tornaban sumisos y obedientes,
admirados e impresionados, mientras continuaban bebiendo la
bebida y observaban a su Tótem. En el rostro de aquellos
nativos vi una entrega sincera y directa, vi la fe que debe
tener todo hombre que cree en Dios.
Luego de danzar y danzar, guardaron con toda reverencia a su
Tótem, es decir, lo volvieron a cubrir con los juncos y lo
dejaron protegido; luego volvieron a su jungla, mientras
caminaban de retorno, sus expresiones denotaban tranquilidad,
fe y armonía.
Entonces yo supe que esos hombres primitivos estaban en
mejores condiciones que muchos de nosotros los ciudadanos de
las grandes y malvadas ciudades de occidente, pues tienen
una fe clara, directa y sin dubitaciones. Su Dios es ese
Tótem y allí se acaba su problema. No están como muchos de
nosotros en busca de algo auténtico en qué creer, y la
consecuencia es que no creemos en nada, que deambulamos por
la ciudad, abandonados espiritualmente, contendiendo con
cristianos, budistas, judíos, gnósticos y… ¡Qué sé yo con
cuantos más! Entre creyentes y estafadores.
El video aún no terminaba, pero mi mujer me llamó con un
fuerte grito: “¡Baja muñeco, el almuerzo ya está listo, los
primos ya llegaron!”. Apagué el televisor y bajé a almorzar.
Conversé animadamente con los familiares, hasta que mi
querida, piadosa, archicatólica y benevolente abuela me
preguntó:
-Félix hijo mío, ¿Cuando vas a ir a la iglesia? ¿Cuando vas
a dejar de ser un ateo rebelde?
-Iré a la iglesia cuando tenga fe abuelita, cuando crea en
algo auténtico, aunque para eso tenga que irme a vivir a
Nueva Guinea y danzar con mi taparrabos alrededor de un gran
Tótem de madera. ¿Entendido? -Le respondí-.
-¡Jajajajajaaj! -Se rió sonoramente junto a los primos- ¿Qué
haré con este chico? Te voy a encomendar a San Jerónimo
hijito, ya verás.
Esa fue su sonora e irónica respuesta, mientras, cual
piratas, los estúpidos de mis primos bebían copiosamente de
la garrafa de vino tinto que tenía en el mueblecito del bar.
FIN.
David Concha Romaña
2007
David Taveras Duncan. "Estados Unidos"